Elena y Diego han decidido verse en casa de él. Llueve, hace frío y no apetece salir. Mejor juegos de guerra en territorio amistoso, deciden.

—Llego tarde—  se disculpa ella. — El tráfico hoy es caótico. Lo siento mucho, siento que hayas tenido que esperar ¿Pensabas en mí?—  le pregunta. Una mirada a su fino pantalón confirma que sí. —Me gusta que pienses en mí, chico travieso— .

Él la recibe con una mirada lujuriosa y sin decir una sola palabra sujeta su cara con ambas manos; sus bocas se funden en un beso apasionado, largo, intenso, clavando la lengua hasta lo más profundo de sus bocas.

Enzarzados en esa lucha y a tientas, llegan al salón. Sus ojos están fijos en los ojos del otro. Se comen con la mirada, se comen con el cuerpo entero.

Diego separa entonces su boca y lentamente recorre con las manos de arriba abajo el cuerpo de Elena, cubierto por un abrigo largo de cuero -solapas arriba- mojado por la lluvia.

Se arrodilla ante ella –sigue sin decir una sola palabra- y comienza a desabrochar uno a uno todos los botones, empezando por el último.

Asciende con una deliciosa pero insoportable lentitud, aspirando y recreándose en el olor del cuero mezclado con el inconfundible de ella.

Ya en pie finaliza por el primer botón. La destapa y la vuelve a tapar. Varias veces. Ella está paralizada, demasiado excitada, sintiendo el roce del frío cuero sobre su ardiente piel, ahora sí… ahora no… al tiempo que la recorre un escalofrío desde la nuca hasta el coxis que la hace estremecer.

Diego entonces la rodea y se coloca a su espalda; la quita por completo el abrigo y lo deja caer al suelo. Apenas hay una barrera entre él y Elena.

Muy despacio acerca los labios a su cuello, el calor de su boca le precede; su lengua recorre la nuca de ella, sus manos acompañan el movimiento de los labios y, con excitante suavidad, descienden hasta la curva donde empiezan sus caderas. El corsé de encaje que lleva puesto Elena le impide besar la zona central de su columna.

Sus manos firmes pero delicadas hacen arder la piel de Elena; sus dedos la acarician de una forma irresistible.

Nuevamente se arrodilla Diego y sus labios se unen al juego sensual. El pequeño tanga que lleva puesto ella deja al descubierto sus nalgas, de forma que él las succiona, amasa, pellizca y muerde a su antojo.

Impaciente y temblorosa, desea tenerle ya entre sus piernas, pero él no lo permite, no deja siquiera que le toque. Ella se remueve. Las manos de Diego tienen presas las de Elena a su espalda.

Se recrea durante una eternidad en su culo, deleitándose con lengua y  labios en esa fina y blanca piel, hasta que decide finalmente girarla.

Ahora ella nota el calor de la boca masculina a través de la parte delantera del tanga. Su sexo se vuelve líquido,  vibra y se ahueca, se tensa más y más en una espera delirante, anhela todo.

A Diego le estorba el pequeño triángulo de encaje y pedrería; exasperantemente lento lo desliza hacia el suelo y con viciosa apetencia hunde la lengua en su vulva volcánica, burbujeante: sus dedos también juegan con ella, así como sus labios… Abre, juega, besa, bebe…

—No puedo más, me estás matando—  jadea Elena.

Él siente su desmayo y la ofrece una pequeña tregua, apenas unos minutos para relajar algo el ambiente… ¿O desea tensarlo más?

La hace sentar en una silla alta y recta. Frente a ella ensaliva su pene y lo frota; hace que vea cómo crece todavía más: rosado, turgente, duro, caliente.

Abre entonces las piernas de Elena. Mete la cara entre los muslos femeninos y su lengua comienza a cosquillear de nuevo sus labios, toda su vulva, tanteando despacio, recorriéndola como sabe que la gusta.

Elena siente ya un deseo irrefrenable por tenerlo dentro, así que le agarra del pelo y tira hacia atrás su cabeza. En el equipo de música Iggy Pop canta “I wanna be your dog”; ella hace suyo el título deslizándose desde el asiento hasta el suelo y poniéndose rápidamente a cuatro patas.

Diego sonríe lascivamente, desea lo que viene a continuación; sabe que las puertas de ella están abiertas de par en par para él, la  delantera y la trasera, sabe que la vuelve loca jugar a combinarlas. Y Elena sabe que Diego también adora ese juego.

Sin decir una palabra clava en ella su polla al rojo vivo. Por un instante la habitación se encoge y se expande, como en un fogonazo cósmico, y Elena queda sin respiración por un segundo.

La tiene sujeta por las caderas y se hunde en ella una, dos, tres, cuatro, mil veces, cada vez más fuerte que la anterior.

Elena sabe porqué lo hace; ahora su verga está tan empapada de ella y ella está tan dilatada que en una fracción de segundo entra sin dificultad en su culo, ese agujero perfecto que tanto le gusta a Diego lamer y penetrar.

Y entonces el universo estalla en mil pedazos, se destruye por completo y se vuelve a recomponer a la velocidad de la luz. Ahora sí ladran de placer, son dos perros en celo disfrutándose mutuamente.

— Nos queda mucho—  gime ella con voz ronca…

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