Pasaron algunas semanas y Lucía no había dejado el trabajo de becaria. Observé en ella momentos de tensión cuando con alguna excusa bajaba a visitar a Ernesto, el responsable, a su garita, y veía las aletas de la nariz respingona de Lucía palpitar, hincharse. Mirada dura y mandíbula apretada notándose más prominente su músculo masetero, que le da una forma a sus facciones y expresiones de la cara que me encantan.

Lucía continuaba vistiendo las camisas, bien cerradas al cuello, a las que nos tiene acostumbrado. Me tiene malacostumbrado. Telas ligeras, que más que abrigar acarician su delicada piel. Se nota por la marca de los tirantes en la camisa, que lleva sujetador, pero bien podría no llevarlo, intuyo. Me pongo en su piel, imaginándome como se posa en mi piel esos trozos de tela rozando mis pezones, sus pezones, sus pechos. Me embarga un escalofrío placentero, del que es visible por terceras personas por el gesto de mi cuello y la caída de ojos aclucandolos. Toco sus pechos redondos, medianos, blancos, temblorosos. Imaginando en mis pabellones mentales, en las escenas donde la alojo, toco los pechos de Lucía. Se muerde el labio.

Acaricio mi pene en el comienzo de una erección desde dentro del bolsillo gracias a los pantalones anchos que hoy llevo. Alcanzo a deslizar el prepucio hacia atrás. Lo descapullo, tengo sus pechos en mis manos con el máximo deseo de sentirlos bajo la tela de su camisa.

Esta es una de mis tantas imágenes con la becaria, entre mis fantasías y fetiches. La incluyo en lo erótico de mi mente, convirtiéndome en un amante lesbiano, donde a veces yo soy ella. Mis visitas siempre son con la intención de erotizarme a través de ver a Lucía transportándola a mis sudorosas escenas de placer.

Relato la becara II joven pelo rizado

También observo al resto de becarios, les huelo en la distancia. Algunos con ojeras, por el trabajo o por una noche ajetreada. La mezcla de perfumes, colonias y grasa acumulada por el día a día de entradas y salidas de personal y camioneros me lo llevo conmigo, a mi oficina. Ese olor acre y decadente de las fábricas de los años 70 y 80, dónde a parte de trabajar se realizaban mil cosas más, buenas y malas.

Algunas veces también me fijo en un becario fofisano. Siempre empalmado. Incluso cuando me acerco parece que huele a semen, y grasa, con su traje algo manchado por el roce con el mobiliario. En verdad lo que huele a semen es mi mano. Tiene un buen bulto el becario, que a veces acierta a encontrar que le miro.

Sentado en la incómoda silla del despacho, sin brazos para descansar los míos, mientras observo la mugre que resbala por las paredes de la oficina -esa mugre que arrastro con mi figura decaída de pies pesados, como hilos que me persiguen desde las zonas bajas de la empresa-, recuerdo el día que llegó Lucía, la Becaria. Me abandono en el sabor de su boca imaginaria, mientras se probaba los nuevos zapatos de protección, imaginando mis dedos en sus rizos de carbón. Siento dos corazones palpitar en mi cuerpo. Sangre que es río de pensamientos lascivos y morbosos. Lucía limpia las paredes asquerosas del despacho con su imaginación, con sus pechos, frotándose. La veo llena de grasa en uno de los pabellones de mi mente, pero huele a su piel blanca.

Sin darme cuenta, ido, estoy esparciendo las gotas de líquido preseminal por mi capullo. Huele a sexo limpio en mi pequeña oficina, a calzoncillos nuevos.

Llamo a Ernesto para que me envíe el seguimiento de los becarios, me interesa el nombre de Lucía entre la lista de machitos trajeados de testosterona y sangre.

-Todos van bien en general. Algunos choques con transportistas, pero ya sabes, esto es así, tú has estado aquí y no ha cambiado nada – Me comenta Ernesto el impasible.

-¿Y Lucía? – Intento sonsacar.

-Creo que ha tenido algunos encuentros algo desagradables por lo que me han comentado. Los conductores no hacen más que realizarme comentarios sobre ella, obscenos, sobre su boca, sus pechos, su culo, entre otras zonas de su cuerpo. La niña tiene genio la verdad – Me relata como si me explicara la película que dieron ayer por la tele.

-Bueno, ya me pasarás el informe- Zanjando la conversación.

Continúo acariciando mi rosado pene, de tronco liso y suave, ya erecto, mientras imagino a la becaría en mil situaciones y enfrentamientos. Veo su camisa rota a jirones, de tela suave, sucia de grasa mientras lenguas le recorren la sonrosada piel y pollas le acarician groseramente.

Desde aquí puedo ver a Ágata del departamento comercial con su ajustada falda de tubo floreada, como de fresco es su perfume, agacharse y disfrutar con las caderas marcadas. Las buenas lenguas, esas que saboreo en rincones entre archivos, dicen que es una dominátrix con ganas de ser dominada.

Relato erótico la sala de espera

Vuelvo a casa caminando, dejando tras de mi el olor a fábrica y despacho, a calzoncillos limpios y semen, a testosterona con sabor a pechos dulces y boca de fresa, rizos negros que emanan mientras son agarrados.

El aire me corta la cara en el invierno de Barcelona, encogido queriendo acurrucarme entre la solapa de la chaqueta. Me estremezco con el escalofrío de la humedad que se folla mis huesos. Incluso el respingo no me viene por sorpresa ante la mirada de toda la parroquia que espera el autobús.

Subir en el ascensor es lo más patético del mundo. Estás con tu realidad delante de un espejo que te devuelve el desaliento del día, el reflejo de quién no eres. Imagino situaciones que nunca sucederán, de sudor y pechos contra el cristal, falda levantada y mis caderas empotrando otras nalgas. Su carmín en el cristal que después lamo con la boca llena de flujo. Y no hay nadie, porque nunca sucede esa fantasía del ascensor. Pero otra vez tengo venas en la polla. Otra vez, al imaginar, mi vida se va por la cabeza que muere el pez.

Entro. Tintineo de llaves, un hola que tal querido, bien, día duro, gesto asqueroso, mueca, beso, abrazo, sonrisa.

Le agarro por las caderas y me pone la boca. Susana tiene ganas de besarme. Le muerdo el labio inferior, se retira y le doy la vuelta. Miro el sofá y la inclino a la vez que le bajo el pantalón del pijama. Su pecho aún vestido asoma algo por la camiseta ancha que lleva por pijama. Huele a ducha. Me encanta metérsela por el culo cuando hace poco que se ha extendido la crema.

ahhhhh – exclama Susana con la boca entre cojines.

Le separo las nalgas morenas, descubriendo el delicioso agujero negro que abro poco a poco metiendo la cabeza de mi pene.

¿Quién te ha calentado así? – Me pregunta entre gemidos.

Y disfruto agarrado a sus hombros, asiéndola contra mi, notando como sus redondas nalgas botan en mis muslos, sudados ya, y su ano comienza a transmitir por rozamiento el crujir de mi entrada.

Busco su clítoris entre los labios con una mano, con destreza. Ascendiendo los dedos de abajo arriba por su vulva. Pringosa, mojada, chorreando y olorosa. Me chupo los dedos. Néctar que sabe a los jugos del placer. Su clítoris, empalmado y desafiante llama a mis labios.

Descabalgo, deliciosa sensación la salida del culo y mi polla dura y mojada. Le giro sobre ella, con agilidad, dejándome a la vista el rosado sexo que antes acariciaba, abierto y con fluidos recorriendo la geografía de sus muslos. Me inclino a saborear sus productos corporales añadidos a la ducha y la crema.

Absorbo esa protuberancia encapuchada sin pensármelo, como si una fuerza atrajera mi boca a él. Lamo cada gota que desprende y yo babeo más. Todo lo ancho de mi lengua acaricia entre labio y labio, contando pliegues y oyendo gemidos. Morderlo con mis labios y masturbarlo.

ooohhhhhhhhh grrrrrrrrrrrrrahhhhhhhhhhhhh – Agarrada mi nuca.

Oigo el sonido del móvil del trabajo.

Tengo que cogerlo – balbuceo entre saliva, su corrida. Entre olores de sexo.

¿Si? Dime Ernesto – Contesto

Susana se apodera de mi sexo con líquido en la punta que se esparce como aviso por el glande. Su mano consistente envolviendo el tronco, con fuerza, y la boca caliente que lo comienza a envolver, asiéndola hacia sí. Poseída, absorbiendo mi ser, jugando maliciosamente con su lengua consiguiendo que por mi espalda recorran miles de latigazos que se acentúan al notar sus manos entre mis nalgas, abriéndolas.

¿Te pasa algo? – Me pregunta Ernesto al notar mis asíncronas palabras entre bufidos tapando el auricular del teléfono. Suelto saliva de placer.

Voy – Le contesto y cuelgo.

Mientras su boca recoge y saborea la corrida que me ha provocado, le cuento que he de ir esta noche a la fábrica para sustituir a Ernesto. Lamiendo sus labios después de abarcar mi leche, mirándome a los ojos divertida y juguetona, con esos ojos brillantes. Me besa para que recoja de la comisura de los labios lo que no ha sido capaz de beber. Me excita cuando huele a sexo y ducha. Lamo todo lo ancho de su boca.

La becaria II disfruta

Tengo que volver a la empresa para suplir a Ernesto en el turno de noche por una urgencia familiar. No tengo más que estar gestionando las cargas de la noche con el equipo del turno que se encargan del papeleo con los camioneros.

Al llegar a la lúgubre garita me recorre un azote de felicidad, satisfacción y deseo. Está Lucía la becaria, en el pringoso despacho, con su camisa, esta vez celeste, sus zapatos de seguridad y un holgado pantalón de faena que no hace justicia a las curvas que adiviné el primer día de presentación. Huele a su delicioso perfume, mezclado con su aroma de carne joven, salpicado del penetrante pudor de la fábrica.

Me pone al corriente de cómo está funcionando el turno, las cargas, incidencias. Su camisa abrochada hasta el último botón para no llamar la atención, consigue lo opuesto conmigo. Sus delicados y sabrosos pechos se notan más comprimidos, marcados, que si tuvieran un liberado escote. Se ha dado cuenta que mis ojos recorrieron su busto por lo que se giro en su silla.

¿Que tal los camioneros? ¿Traen la documentación y la firman? – Le pregunto mientras me tiro en la silla. Sin dejar de mirarla.

Se gira para mirarme – Todo bien – con una mueca de asco y el entornar de ojos tristes.

¿Ha pasado algo? – Quiero saber.

Nada, tranquilo, lo de siempre, son hombres – Me contesta con voz apocada.

Me gustaría saber si ocurre algo para poder pasar parte – Insisto.

La conversación termina ella a su trabajo y yo mirándola cómo teclea sobre su escritorio gris, a juego con su piel blanca y rizos negros.

Con el paso de las horas la situación diluyó la tensión, siendo nuestros movimientos más distendidos y naturales. Nuestro torso ya no estaba inflexible ante la pantalla del ordenador. Su caminar en el va y ven de paseos para entregar la documentación de la carga a los conductores hacía que las caderas de la becaria bailaran más sincronizadas y sus pasos más firmes.

Menos cuando se sentó delante de mi, con su camisa menos celeste y más manchada, sus rizos más alborotados y las mejillas ardiendo.

Sin mirarme empezó a relatarme.

 

Pin It on Pinterest

Share This